En el quehacer filosófico, han sido varios los intentos de resolver 
los problemas o debates propios de la filosofía a partir de la forma en que 
aparecen en el lenguaje, es a lo que desde el siglo pasado se le ha llamado 
“giro lingüístico” de la filosofía. 
Bertrand Russell, cuyo estudio me ocupa en esta ocasión, afirma 
esta conexión: que los problemas filosóficos están conectados con el simbolismo. 
De ahí que el pensamiento será filosófico cuando se atribuya al mundo las 
propiedades del lenguaje.
Ahora bien, Russell, lejos de plantear esta postura como una 
“panacea” filosófica, lo que afirma es todo lo contrario: su convicción de que 
el estudio de los principios del símbolo no produce ningún resultado positivo en 
la metafísica. Para tal cometido se propone probar que todo lenguaje es vago 
(por tanto, propicio a falacias).
El problema radica en tomar las propiedades de las palabras por las 
propiedades de las cosas (relación entre una representación y aquello que ésta 
representa; no se debe confundir el conocimiento con lo que es conocido). 
Entonces, la vaguedad es propia de un hecho cognoscitivo, no del hecho en 
sí.
Este argumento Russell lo demuestra con variados ejemplos, como las 
palabras “rojo”, “metro”, “segundo”, etc. en los que muestra la vaguedad de las 
palabras. La precisión o exactitud es la relación biunívoca entre lo 
representativo y lo representado (por ejemplo, los mapas, fotografías, etc.), no 
como la vaguedad que es la relación multívoca. Justamente es ésta la razón que 
da Russell para sostener que todo lenguaje es vago: que el significado es una 
relación multívoca.
Esto me hace recordar la conocida anécdota de Pedro cuando por la 
mañana invitó a comer algo a su amigo José que era ciego. Después de sentarse a 
la mesa y que el camarero les hubiera preguntado que iban a tomar, Pedro le dice 
a José: - ¿quieres leche? José (ciego) le responde: -¿qué es “leche”? Dice 
Pedro, luego de pensar la respuesta por unos segundos: -es un líquido blanco. 
José, que dado su ceguera no conocía los colores, le pregunta: ¿qué es “blanco”? 
Pedro le responde: -blanco es el color de los cisnes. José le pregunta: ¿qué es 
un “cisne”? Pedro le responde: -es un pato de cuello curvo. Pregunta José: ¿qué 
es “curvo”? Como la mesa en la que estaban era redonda, Pedro le toma la mano a 
José para que palpe el borde de la mesa, y le dice: -esto es curvo. Entonces 
José exclama: -¡ya sé lo que es la leche! 
Ciertamente las palabras quizá no denoten con exactitud el objeto o 
hecho al que se refieren, pero esto no significa que por ello carezcan de 
sentido. La palabra “rojo”, por seguir el mismo ejemplo de Russell, la entiende 
mi interlocutor a pesar de la vaguedad que posea dadas sus ilimitadas 
tonalidades en la realidad. Y es que si se toma la vaguedad del lenguaje de 
manera extremadamente estricta, sería imposible que las palabras refirieran a la 
realidad, en otras palabras, el lenguaje carecería de sentido. Como en la 
anécdota anterior, a pesar de lo vagas que resultaban las palabras para Luis, 
estas hacían referían a cosas u objetos de la 
realidad.
Es más, a pesar de esta vaguedad apuntada por Russell, él mismo 
afirma que esto no implica que el conocimiento vago sea falso ¡al contrario! una 
creencia vaga goza de más probabilidad de ser verdadera que una precisa o 
exacta, ya que existe más hechos posibles que la 
verificarían.
Por esto, personalmente creo que, la vaguedad de nuestro 
conocimiento simplemente es ese margen que cabe de conocer cada vez más y mejor 
la realidad que nos circunda.

 
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